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Recién salimos de viaje en el carro e íbamos a estar manejando toda la noche de regreso a Denver, Colorado. Habíamos pasado el fin de semana visitando a mi abuelo, en su granja en el estado de Iowa. Yo estaba sentada atrás con mi sobrino, Kadesh, que estaba por cumplir los dos años.
Kadesh Austin fue nombrado por su bisabuelo Dean Austin, y resulta que tienen más que sólo el nombre en común.
Al empezar el viaje, saqué mi iPad para escribir un poco, pero Kadesh tenía otra idea. Quiso tomarme de la mano para poder quedarse dormido. “Toma mi mano, Tía M.” Y, ¿quién soy yo para discutir con él por eso? Cerré el iPad y tomé el tiempo para tomarle de la mano.
Miramos las estrellas, nos maravillamos de la luna llena, y señalamos los carros que nos iban pasando. En muy poco tiempo, se quedó dormido y volví a mi tarea de escribir, contenta de haber tomado su mano y disfrutado del amor mutuo y la relación entre nosotros.
Me recordó momentos similares, sentados en el sofá con mi abuelo ese mismo fin de semana. Tenía a una nieta a cada lado y, sentados allí, nos tomamos de la mano. Nos tomamos de la mano antes de comer. Nos tomamos de la mano para ayudarle a pararse del sofá. Pasamos muchos momentos especiales y fortalecimos el vínculo como familia al tomarnos de la mano.
Te animo hoy a tomar la mano de alguien, un niño, un abuelo, tu pareja, una amiga… Hay muchos que apreciarían ese toque amoroso, y serás bendecida al hacerlo.
Dios nos invita a apartar un momento y tomarle de la mano todos los días. Durante tu tiempo de oración hoy, imagínate tomada de la mano de Dios al hablar con Él y escucharle en oración. Imagínate en su mano derecha al caminar juntos en el día.
(Tomado de En la mano derecha de Dios: ¿A quién temeré?)
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“Pero, ¿qué es lo que debo HACER?” Esta respuesta desesperada fue en reacción a mi sugerencia a SER lo que Dios le llamó a ser, permitiendo que Dios revelara, en Su debido momento, lo que debía HACER. Ella estaba buscando una lista de quehaceres, un agenda de actividades que le indicaría la dirección en la que debía andar, permitiéndole sentir que lo que estaba haciendo importaba.
Tenía un buen deseo, pero se había olvidado que la fe procede la acción.
Cuando vemos la enseñanza de Santiago sobre la importancia de nuestras obras, nos recuerda que no podemos tener una sin la otra: la fe y las obras, las obras y la fe. Están totalmente conectadas y no podemos tener una aparte de la otra. Separadas no tienen valor.
La verdadera fe, fundada en el Señor, caminando con Dios en relación y comunicación, transforma quienes SOMOS e informa lo que HACEMOS.
Sí, las acciones demuestran más que las palabras.
Y es verdad que los demonios creen y tiemblan.
Pero, ¿cómo es que mi creer, mi fe, quién soy en Cristo, influyen y transforman lo que hago?
A finales de agosto 2018, compartí unas clases del libro de Santiago en El Salvador. El audio de esas clases está disponible por nuestra página web.
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